Cuentos de Brujas
La anciana del camino
Mariano se sorprendió un poco cuando las luces de su vehículo iluminaron a una anciana que recorría a pie el camino. Se notaba que era una anciana por la figura y por el andar. Caminaba sumamente lento, medio encorvada. Se hizo a un lado del camino y, defendiendo sus ojos de la luz del vehículo con una mano temblorosa, extendió el otro brazo, claramente pidiendo un aventón.
Mariano dudó. Aquel punto estaba a muchos kilómetros de la casa más cercana, ¿cómo había llegado aquella anciana hasta allí? Caminando no podía ser, y si alguien la había arrimado en algún coche, ¿por qué la habían dejado allí, en medio de la nada, a esa hora de la noche? Pero al pensar en seguir de largo, en dejar a una anciana en aquella soledad sólo por desconfianza, se sintió algo avergonzado y frenó, y como ya la había pasado retrocedió un poco. Se estiró para abrir la puerta y la invitó a subir, e inventó una excusa poco creíble para justificar que no se había detenido frente a ella:
- Buenas noches, señora. Suba. Iba distraído y la noté medio tarde.
- Buenas noches, joven. Le agradezco que parara -dijo la anciana con una voz que sonó bastante extraña, pero Mariano se lo atribuyó a su avanzada edad, algo que era evidente.
Subió con aparente dificultad, pero al cerrar la puerta dio un portazo fuerte, enérgico, y al darse cuenta que fue excesivo se excusó:
- Creí que había que golpearla fuerte, como a los autos de antes.
- Bueno, nunca está de más, es peor que quede mal cerrada -comentó Mariano, y observó a la anciana de reojo. ¿De dónde había sacado tanta fuerza aquella vieja? Después de un rato de marcha le preguntó:
- ¿A dónde va, señora?
- A donde quiero. Dígame usted, ¿siempre levanta extraños en los caminos? Puede ser peligroso.
- Claro que es peligroso, normalmente no lo hago, pero como usted es una persona de avanzada edad…
- ¿Cree que no soy peligrosa por ser una vieja? -la vieja hizo la pregunta con un tono desafiante.
- No quise ofenderla, señora. Quise decir que no parece ser un asaltante o algo así.
- ¿Y qué parezco? ¿Me parezco a una bruja? ¡Jajaja! Pues lo soy ¡Jajaja… ah!
Al decir eso la apariencia de la vieja se hizo realmente horrible. Sus rasgos se acentuaron: ahora su nariz caía larga y flácida, su boca se abría desmesuradamente al lanzar la carcajada, y su piel estaba más arrugada y caía en pliegues que se balanceaban bajo su mentón.
Mariano se aterró, pero pensó rápido y aceleró, frenando después bruscamente. Al no tener puesto el cinturón la bruja salió despedida por el parabrisas. Después Mariano la vio ponerse de pié de un salto, para seguidamente correr hacia el vehículo como una exhalación mientras lanzaba un grito horrendo de furia. Entonces nuevamente Mariano reaccionó rápido, y esta vez acelerando evadió a la bruja y la dejó atrás.
Poco después, esa misma noche, una pareja que venía en camioneta se detuvo al ver a una anciana que transitaba a pie el camino.
La madre
Clara salió a la vereda del hospital cargando el bebé en sus brazos. La noche se había presentado bastante fría. Envolvió mejor al bebé y procuró un taxi con la vista, pero solo había autos de particulares estacionados en aquella cuadra. Entró de nuevo al hospital y le pidió a una enfermera que le llamara un taxi. La enfermera, que estaba tras una ventanilla, llamó con desgano y volvió a ojear una revista. Clara le agradeció, sonriendo con falsedad, y volvió a esperar en la vereda.
Pasaron los minutos y nada, el taxi no llegaba. Impaciente por la espera, Clara decidió irse a pie; su casa no estaba tan lejos.
Caminaba rápido porque todavía estaba enfadada. Había llevado al niño de tarde, a un control programado que no podía evitar, pues no deseaba tener problemas, y demoraron tanto en atenderla que cuando lo hicieron ya estaba de noche. Clara quiso marcharse pero un doctor la hizo pasar. Ella temía que le hallaran algo raro, que se dieran cuenta, pero cuando lo examinaron solo era un niño normal.
Al llegar a una cuadra oscurecida por las sombras de unos árboles, una silueta humanoide contrahecha, pequeña y de andar desparejo le salió al cruce y le exigió:
- ¡Dame el bebé!, ¡dame el bebé!…
- ¡Nunca! -gritó Clara, y sacando un amuleto de un bolsillo de su abrigo se lo presentó al ser aquel.
- ¡Ah! ¡Dame el bebé! ¡Dame… ah! -y contra su voluntad la criatura retrocedió hasta las sombras.
Entonces el bebé abrió con sus brazos la manta que lo cubría y dijo con una voz aguda y áspera:
- ¡Suéltame, maldita bruja! ¡Suéltame!…
- ¡Silencio! -le ordenó ella, y le puso el amuleto frente a la cara, haciendo que el bebé se volviera a cubrir.
- Pronto me apreciarás. He domesticado a peores engendros que tú -le aseguró la bruja.
La maldición
Parecía que la casa se iba a derrumbar en cualquier momento. La tormenta era terriblemente intensa.
Estallaba un rayo y al instante otro. La noche se iluminaba con aquellos fuegos ensordecedores, y las paredes de la vivienda temblaban, y un chaparrón estruendoso golpeaba contra el techo con mucha fuerza. Las luces blancas de los relámpagos entraban al cuarto donde me hallaba, y al venir desde distintos puntos del cielo, cada una creaba sombras ligeramente diferentes en la habitación, formando la ilusión de movimiento. Una tormenta así es desagradable en cualquier lado, pero lo es más en una casa ajena.
Me encontraba en un establecimiento rural, en la casa de un peón. Durante el día trabajé cambiando la instalación eléctrica del lugar junto a Ernesto, mi socio. Como todavía quedaba mucho trabajo y el lugar está en una zona muy apartada tuvimos que quedarnos. Apenas se hizo noche empezó la tormenta.
No me podía dormir. Me levanté y fui hasta la ventana. El enorme patio estaba lleno de charcos crispados por la lluvia. En el otro extremo estaba la casa principal, la del dueño del lugar.
Sentía que mis pupilas se dilataban de golpe y volvían a contraerse al mirar aquel escenario donde luchaban la oscuridad y la luz de los relámpagos.
Súbitamente, de ser observador pasé a ser observado. Apareció no sé cómo en un costado de la ventana. Era una mujer muy vieja con acentuados rasgos de bruja. Estaba cubierta con una capa negra. ¡Nunca vi un rostro tan grotesco! Supongo que durante el día no luce así. Su rostro debía estar transformado con magia negra; o por el contrario, aquel era su verdadero aspecto y lo cambiaba durante el día. Sin dudas era una bruja, y me observaba tras el vidrio.
Se llevó la mano al rostro, y extendiendo el dedo índice delante de su ennegrecida boca hizo un gesto claro que me resultó aterrador. Aquel gesto decía que no hablara sobre ella, que no le contara a nadie. Con otro gesto lento y horrible dejó claro que si hablaba me iba a matar, y sonrió con infinita malicia.
Aterrado, duro de miedo, la vi avanzar hacia el centro del patio. Sacó algo de su abrigo, escarbó el suelo con su huesuda mano y lo enterró, tapándolo luego con tierra. Desde allí me recordó que no hablara, con la misma seña del dedo frente a la boca, y se marchó para desaparecer en un instante de oscuridad.
La tormenta se disipó al amanecer. Cuando íbamos a retomar nuestra tarea vi que partieron raudamente en una camioneta. Un peón nos informó. La esposa del dueño del lugar había enfermado por la madrugada. Seguramente fue obra de la bruja, de la cosa que enterró.
Luego me enteré de algo que me indignó. Antes de partir, el patrón de lugar le dijo a su capataz que nos pagara menos de lo acordado, alegando un retraso.
- Si no les sirve se pueden ir -dijo el capataz-. Pero si lo hacen no van a cobrar nada.
- Y si fuera así, ¿usted va a asumir las consecuencias por su patrón? -le pregunté, acercándome más a él.
- Yo solo sigo órdenes, no es que esté de acuerdo con lo que él dice -aclaró el capataz, bajando el tono.
Si me metía en un lío solo iba a empeorar todo, pero el asunto no iba a quedar así.
Terminamos el trabajo ese día y nos marchamos de aquel lugar maldito (ahora literalmente maldito gracias a lo que plantó la bruja).
Días después supe que la esposa del dueño del establecimiento murió, que el mismo se enfermó misteriosamente, y, que un incendio arraso con casi todo el lugar.
Opino que el tipo se merecía lo que le hizo la bruja, como también se merecía que su propiedad se incendiara debido a una “falla” eléctrica de la instalación.
La cuna que se mueve
El bebé se quejó incómodo. La habitación estaba oscura, pero Luciano, que había escuchado el quejido de su hijo, no encendió la luz porque la cuna estaba al lado de la cama. Estiró el brazo para mecerla un poco, mas apenas pudo arañar el borde de la cuna.
Había hecho eso medio dormido, pero al notar que no la alcanzaba despertó completamente, un poco alarmado incluso. Se sentó en la cama y encendió la veladora. En efecto, la cuna estaba más apartada.
En ese momento la esposa de Luciano también se despertó, y al ver a su marido meciendo la cuna le preguntó en voz baja:
- ¿Se despertó?
- No, pero casi, se estaba quejando. Parece que alejé la cuna sin querer, porque no la alcanzo desde la cama, pero ya la acomodo. Mejor sigue durmiendo que en cualquier momento se despierta enserio.
Ella siguió su consejo, se dio media vuelta y quedó dormida. Él se acostó y apagó la luz. Ahora no tenía sueño, y con los ojos cerrados escuchaba la respiración de su hijo.
Pasaron los minutos, media hora, una hora, y él seguía despierto, aunque estaba inmóvil y con los ojos cerrados. Algo lo mantenía alerta, era el asunto de la cuna; aunque la hubiera empujado muy fuerte sólo la hubiera mecido, no podía haberla movido, pero, ¿qué otra cosa podía ser?
De pronto escuchó un ruido apenas perceptible, después un leve chirrido. Estaban corriendo la cuna, la estaban acercando a la ventana. Luciano encendió la veladora y se levantó al mismo tiempo, y fue tan rápido que lo que intentaba robar a su hijo enganchando la cuna con un dedo larguísimo que había estirado desde la ventana entornada, aún se asomaba tras el vidrio, y era una anciana espeluznante de cabellos electrizados y ojos completamente negros, diabólicos: era una bruja. La bruja, al verse descubierta retrajo el dedo que había alargado con su magia, para inmediatamente desaparecer hacia atrás y perderse en la oscuridad.
Embrujados
Fuimos a la casa de Gustavo para ver si le dábamos algo de ánimo. Toda su familia estaba pasando por una verdadera racha de mala suerte, mala racha que se agravaba con el tiempo, haciendo sospechar que algo pasaba, que algo estaba influyendo en sus vidas.
Éramos cinco amigos incluyendo a Gustavo. Por diferentes motivos ninguno de sus parientes se encontraba allí aquella noche. Nos acomodamos en la sala, rodeando una mesa baja, y mientras conversábamos animadamente comíamos unas pizzas que llevamos, y no faltaban las bromas, aunque Gustavo apenas sonreía.
- ¿No hay algún partido en la tele hoy? - preguntó uno de mis amigos.
- A ver… creo que no - respondió otro, que aún no había tragado el trozo de pizza que masticaba.
- ¿Qué es lo que tienes aquí Gustavo, cable o antena? - le pregunté. Cuando iba a responderme, escuchamos un grito que venía de alguna parte de la casa; no pude identificar bien de dónde venía, al mirar a los otros los vi voltear hacia todos lados, y supe que tampoco habían hallado el origen del grito. Casi de inmediato escuchamos una voz aterradora, espantosa, que reverberando por toda la casa dijo: “¡Cómo se atreven a interrumpir el descanso de los que ya no están!”. la voz sonaba como si varias personas hablaran al mismo tiempo, y se entreveraba entre aquellas palabras una especie de rugido que espantaba.
Salimos en tropel hacia la puerta; nadie quería ser el último en salir. Una vez afuera tratamos de entender qué había pasado, aunque creo que todos intuíamos algo: aquella racha de mala suerte tenía que ser una especie de embrujo, hechizo o algo así, que habían hecho sobre aquella familia. Gustavo no hablaba, estaba pálido de terror, y nos miraba con los ojos muy grandes.
Después me enteré que una curandera confirmó lo del hechizo, y de alguna forma los libró de él.
Cerca del pueblo maldito
Cerca de la carpa, la fogata ardía alargando al cielo estrellado sus lenguas de fuego. Su luz llegaba hasta los árboles que rodeaban el campamento, pero más allá de ellos se extendían negras sombras.
Adentro de la carpa, Leonardo intentaba dormir sin suerte. Estaba boca arriba, con los pies hacia la entrada, que acertadamente había cerrado.
Escuchó algo, no sabía qué. Buscó a tientas la linterna. Sentado, con la linterna en la mano pero sin encenderla, escuchó atentamente, era algo que andaba en el campamento. Oyó ruidos de pasos, y al cruzar frente a la fogata, una silueta agazapada proyectó su sombra en la carpa.
La sombra pasó y los pasos se fueron acercando a la entrada. De repente la tela se sacudió, para luego rasgarse, y entonces algo asomó en la carpa. Era la cabeza de una bruja, horriblemente arrugada y llena de verrugas peludas. La bruja, mirando a Leonardo -que estaba paralizado de terror -lanzó una estridente carcajada, y seguidamente estiró el cuello como si fuera una tortuga, y comenzó a mover la cabeza de un lado para el otro, a medida que su cuello se seguía estirando hacia Leonardo.
El terror que sentía dio paso a el instinto de supervivencia. Después de gritar, Leonardo comenzó a atacar a la bruja, golpeándola con la linterna. La bruja, con el cuello largísimo, se esquivaba como lo haría una serpiente, mientras lanzaba gritos aterradores, pero algunos golpes llegaban a destino.
Finalmente la bruja se retiró, perdiéndose entre las sombras a toda prisa.
Leonardo salió de la carpa, agitado por el esfuerzo de la lucha. Después no se apartó del fuego hasta que amaneció, y se marchó con la luz del día.
Cerca del campamento, más allá del bosque, estaban los restos ruinosos de lo que antes fuera el pueblo de Salem.
No creo en brujas; pero...
Sentado sobre una raíz, la espalda recostada a un tronco, esperaba pacientemente, escuchando
los sonidos de la noche.
Desde mi posición, bastaba levantar la cabeza para ver a la luna brillando sobre el follaje
del bosque. Me ocultaba un arbusto, y en una horqueta de él tenía afirmado mi rifle,
apuntando hacia un sendero de liebre que atravesaba un claro del bosque. También tenía una
linterna pequeña asegurada con cinta al rifle, para encandilar a los animales.
No estaba allí para cazar por “deporte”, sino para llevar carne a la mesa en una época difícil.
Sentado, oculto entre los árboles, en silencio, escuché que algo se acercaba por el sendero;
pero inmediatamente supe que no era una presa, pues era mucho ruido para ser una liebre, y
sonaba distinto al sigilo de un ciervo.
Pasando entre sombras y luz de luna, avanzaba lentamente una persona; una mujer anciana,
distinguí, y llevaba una cabra de tiro. Paró en el claro que estaba a unos cinco metros de donde
me encontraba. Era una anciana encorvada y temblorosa, de largos cabellos blancos, y estaba
vestida de negro.
La vi girar en todas direcciones como cerciorándose que nadie la veía. Volteó hacia donde estaba
yo pero sólo un instante, y siguió buscando con la mirada; el arbusto y la sombra de un árbol me
ocultaban bien.
Seguidamente comenzó a murmurar algo al tiempo que agachaba y levantaba la cabeza, como
hacen algunos al rezar. La cabra se había acostado sobre sus patas delanteras, y parecía muy
tranquila. De pronto la vieja buscó entre su ropa negra y sacó un cuchillo reluciente, lo acercó
al cuello de la cabra y la sacrificó.
Hasta ese momento sólo estaba curioso, creyendo que espiaba a una vieja loca, pero de a poco
empecé a sentir miedo.
Cuando la cabra dejó de patalear, la vieja se fue agachando hasta quedar arrollada, y se cubrió
la cabeza con los brazos. Estuvo así unos minutos y de repente se irguió con rapidez.
Al levantarse, parte del cabello le cubrió la cara, y enseguida me dio la espalda, pero fugaz y
parcialmente alcancé a distinguir que había rejuvenecido, y sus cabellos, aunque seguían siendo
claros, ahora eran rubios. Había llegado encorvada y temblorosa, y se marchó bien erguida y
caminando elegantemente.
Me fui de allí un rato después, lleno de terror por lo que acababa de ver; una ofrenda al Diablo.
La necesidad me hizo volver al bosque durante el día. Pasé por el claro donde estaba la cabra
sacrificada y, vi que el cuerpo estaba descompuesto y lleno de gusanos, a pesar de llevar pocas
horas de muerta.
La bruja del bosque
La tarde gastaba sus últimos resplandores, y el azul del cielo se diluía en el gris
Del atardecer. Ramón se apuró en llegar al bosque, su padre le había
Encomendado que recogiera algo de leña seca y fina, pues la leña que tenían
Estaba algo verde, e iba a dar trabajo encenderla. El fuego de la chimenea hacía
Mas soportables las frías noches invernales.
Después de atravesar un campo amarillento llegó a la quietud del bosque. Pisando
Hojas resecas y crujientes avanzó entre las sombras del bosque, inclinándose cada
Tanto para recoger las ramas secas que iba encontrando.
Caminaba con la cabeza inclinada, tratando de distinguir la leña entre las sombras
Crecientes. Al levantar la cabeza para orientarse, se dio cuenta que había avanzado
Mas de lo que creía. Buscó el sendero con la mirada, y entre los árboles, no muy
Lejos de el, vio a la destartalada casa de la vieja ermitaña que vivía en aquel bosque.
Como todos los muchachos de la zona, Ramón le tenía terror a la ermitaña. Se decía
Que era una bruja, y que bajo el capuchón que siempre llevaba puesto, había un rostro
Horripilante. Retrocedió unos pasos sin dejar de ver a la casa, dio media vuelta y se
Encontró frente a la vieja, la cual se le acercaba sigilosa por la espalda.
La vieja tenía la cabeza descubierta; en la cara arrugada sobresalían unos ojos
Saltones de color celeste, y tenía una nariz tan larga y delgada que caía como si
Fuera una trompa, escasos cabellos grises colgaban de su cabeza casi calva.
La vieja se agazapó y abrió los brazos como para atraparlo de un salto, a la vez
Que sacudía la cabeza ,y la trompa-nariz se balanceaba de un lado al otro.
Cuando la noche terminó de cubrir el bosque la familia de Ramón salió
A buscarlo, gritaban su nombre y avanzaban entre los árboles sosteniendo faroles.
En la casa de la ermitaña hervía un enorme caldero.