Lugares Embrujados
La zona muerta
Podría decirse que aquella ciudad tenía una parte muerta. Si la viéramos desde el cielo notaríamos con claridad que una cuarta parte de ella difiere del resto. Es que en aquella zona solo hay enormes fábricas abandonadas. Entre las gigantescas barracas verdean terrenos baldíos llenos de pastizales y malezas. Varias vías de tren separan esa parte abandonada de la ciudad, y cruzarlas es tan peligroso que ya nadie se aventura del otro lado. En los primeros años de abandono de aquella parte, naturalmente la ocuparon indigentes y otros personajes de las calles, pero cruzar para la parte habitada era tan peligroso (más para gente alcoholizada o intoxicada) que los trenes se “llevaron” a muchos de ellos, y por consecuencia hasta esos moradores oportunistas la abandonaron. Después, las propias muertes en las vías y la decadencia que pronto se apoderó del lugar se sumaron para que comenzaran a surgir historias de terror sobre la zona mencionada, y con esas historias de miedo revivieron viejos rumores sobre las causas que fueron motivo del cierre de las fábricas.
Richard era un recién llegado allí. Él buscaba trabajo, no era un vagabundo, pero como ya no le quedaba casi dinero y necesitaba un lugar donde dormir, cuando llegó la noche se puso a caminar. No podía ser en las calles de la ciudad, pues podrían tomarlo por un vago; tenía que alejarse un poco. Tomó una callejuela poco iluminada y al final de esta divisó las vías férreas. Más allá se alzaban unas estructuras enormes y oscuras, la Luna se las mostraba. Del otro lado de las vías no se veía ni una luz, pero Richard no se desidia. Lo que menos deseaba era ser sorprendido por algún vigilante o un policía; tenía que estar seguro que en aquella zona no había nadie.
Se acercó a la primer vía, miró hacia un lado, y al voltear hacia el otro vio que una figura encorvada caminaba sobre los durmientes. Parecía ser un viejo. Richard se apartó un poco de la vía. El viejo cruzó frente a él y saludó con la voz típica de un anciano:
- Buenas noches.
- Buenas noches -correspondió Richard, y le preguntó-. Señor, ¿qué es esa zona de ahí?
- Son fábricas abandonadas desde hace mucho tiempo.
- Gracias.
Aquella era la confirmación que quería. No le agradaba la idea de meterse en un lugar así, porque si aquel viejo andaba allí, también podrían andar otras personas. ¿Y el viejo… dónde estaba ahora? Divisaba un gran tramo de la vía pero ya no había nadie, mas como al costado del terraplén se alzaba un pastizal supuso que el viejo se escabulló allí. Aquello no le gustó nada, y al pensarlo mejor, ni estaba seguro si era un viejo, porque no le había visto bien la cara.
Un tren silbó a lo lejos y se vio una luz. Ya no tenía tiempo para pensarlo más. Calculó que el tren iba por una de las vías del medio; si se apuraba le daba bien para cruzar.
Cruzó corriendo la primer vía, la segunda, la tercera, y en la cuarta (la del medio) tropezó con algo y calló de rodillas. Enseguida sintió que se había lastimado con el riel, pero confió en poder levantarse, mas al intentarlo, algo le sujetaba el tobillo. Al mirar qué era se horrorizó. Una mano asquerosa salía de las piedras desparramadas entre los durmientes y se aferraba a su tobillo.
En ese momento el tren se acercaba más, y su potente luz iluminaba el lugar de frente. Sonó un silbido largo, pero la máquina siguió a la misma velocidad.
Ahora temblaban los durmientes y el ruido era cada vez mayor. Richard no podía soltarse. De pronto de entre las piedras de la vía surgieron unos brazos, y manoteando frenéticamente estos se aferraron a Richard. Y el tren que se acercaba cada vez más.
Estando “estaqueado” por aquellas manos fantasmas, de la desesperación pasó a sentirse resignado. Aquel era el fin. Entonces empezó a rezar, y en ese momento sintió que lo liberaban. Salió un instante antes de que el tren pasara ruidosamente. Se alejó trastabillando, lleno de terror, y cruzó las otras vías. Pero ni bien lo hizo se dio cuenta que aún estaba en peligro, pues ahora se hallaba del lado de las fábricas abandonadas. Volteó hacia una de las edificaciones y vio que unas figuras blancuzcas lo espiaban desde un ventanal alto. En la entrada del lugar, un portón enorme, cruzaban unas siluetas que parecían flotar, y en una esquina del portón apareció un brazo largo que lo invitó a pasar haciendo señas con la mano, repentinamente apareció una cara espeluznante, y como un pájaro que vuela hacia uno la cara se le acercó raudamente. Richard no soportó más aquel terror.
Después sintió que su cuerpo temblaba. Palpó algo con las manos. Eran piedras, ¡estaba acostado boca arriba, en una vía! Se enderezó espantado y vio una luz enceguecedora, y la acompañaba el ruido ensordecedor de un tren que ya casi estaba sobre él.
En el agua
Salimos del agua con las manos y los pies arrugados, y algunos rasguños. Éramos cuatro amigos: Luciano, Pedro, Mario y yo, y después de aquel largo chapuzón en el río nos echamos sobre una lona grande, bajo la sombra del monte. El agua estaba estupenda, pero todos nos quejamos de la corriente que arrastraba cosas que nos rozaban, y cada uno terminó con algunas rayas en la piel.
Ni playas llenas de bañistas ni arena, aquello era mejor: sombra fresca de monte, cantos de pájaros, cigarras, y como invariable fondo el silencio apaciguador de los campos cercanos.
Por más lejanos que sean los caminos que recorro, cada vez que llego al monte me siento como en casa. Allí siento que mi espíritu entra en un estado contemplativo. Los pensamientos que normalmente se agolpan en mi mente moderna retroceden ante un estado de calma concentración; un estado sin dudas primitivo, de cuando el ser humano tenía que vigilar su entorno salvaje y peligroso.
Por eso el monte me brinda mucha calma, y sus noches llenas de crujidos y ruidos de correrías nunca me inquietaron; pero bastó una noche de terror, un momento de terror más bien, para que ahora lo mire de reojo, como se mira a un adversario. Pero igual sigo yendo a las orillas de los ríos, porque siento que lo que nos pasó está unido solo a aquel lugar, que sin temor a la habladuría afirmo que está embrujado.
Volviendo a la narración de lo que pasó ese día: después de nadar tomamos una siesta. Nos levantamos al atardecer, con un río de oro ondulante frente a nosotros y el sol medio oculto entre las copas de los árboles de la otra orilla.
Revivimos la fogata y comenzamos a aprontar la comida. Cuando cayó la noche en el caldero de hierro bullía una comida que podría llamarse un guisado, pero que en realidad era, lo que saliera.
Desde los primeros momentos de la noche me sentí bastante inquieto. ¿Qué era aquello? ¿Dónde estaba la calma que siento en el monte? Era el lugar, tenía algo…
Mis amigos estaban menos conversadores, evidentemente tampoco se sentían bien allí. Como en todo campamento, rodeábamos la fogata, y alrededor nuestro la fronda se cerraba de sombras.
- La verdad, tengo ganas de estar en mi casa -dijo de pronto Mario.
- Yo también, es como que, no tengo ganas de estar aquí -confesó Pedro, volteando hacia los árboles.
- ¿Qué pasa? ¿Los nenes extrañan a sus mamitas? ¡Jajaja! -bromeó Luciano.
- ¿Entonces vos no sentís nada? -le pregunté a Luciano-. Porque yo tampoco estoy a gusto, no sé por qué.
- Fue por bromear nomás, también siento algo raro.
Quedamos escuchando, mirando en derredor. Allí fue cuando sonó la carcajada. Cada uno miró hacia un lado distinto, porque pareció venir de todos lados, como si fuera el monte mismo el que riera horriblemente. ¡La carcajada era profunda, masculina, llena de ecos, de malicia…! Se calló por un instante, y después la voz habló:
- ¡Los acompañé en el agua! ¡Jajajaja…!
Y la carcajada recorrió el monte como si atravesara troncos y ramas, y repentinamente se apagó.
Cada uno tenía una linterna, y fue con lo único que huimos de allí. Y las palabras de aquella cosa resonaban en mi mente, y recordaba todas las veces que algo nos había rozado en el agua por la tarde.
No acampes con extraños
“Hay que salir a acampar solo con amigos”, me aconsejó un día un veterano. Debí hacerle caso, y no salir con unos conocidos que me invitaron a pescar. Conocidos es un decir, prácticamente eran unos extraños.
Eran dos, y en el campamento discutí con uno de ellos, y el otro salió a apoyarlo. El asunto fue una tontería, y cuando partimos del lugar creí que ya no les importaba, pero me equivoqué.
Ya estaba de noche. Yo iba en el asiento trasero de la camioneta. En cierto momento tuve la impresión de que nos habíamos desviado.
De pronto cruzamos sobre un pozo o alguna irregularidad del camino. El conductor enseguida detuvo la camioneta, se volvió hacia mí y me dijo:
- Parece que pinchamos, bájate y mira.
- Para mí que pasamos por un pozo nomás -opiné.
- A mí también me parece que pinchamos -dijo el otro.
- Esperen, ¿quieren que salga para dejarme aquí? -sospeché.
- No, solo te pedí que te fijes, yo no voy a bajar -afirmó el que conducía.
Me resultó obvio que pretendían abandonarme. No eran tan astutos como para mentir bien, pero como era su camioneta, tomé mi bolso y bajé. Como sospechaba, arrancaron a toda prisa y se marcharon.
“Esto me pasa por salir con gente así”, pensé. No iba a ser la primer caminata larga de mi vida. Nunca había recorrido aquel camino pero estaba bastante seguro que sabía dónde salía. La noche estaba oscura mas se distinguía lo suficiente como para caminar tranquilo.
La situación extraña empezó cuando avisté una casa. No tenía ninguna luz encendida pero de todas formas se revelaba su contorno. Por lo que llegaba a ver, por la distancia que la separaba del camino, por un gran árbol que tenía a la derecha, un pequeño galpón a su izquierda, me resultó una imagen muy familiar. Se parecía mucho a una casa ubicada en un camino que conozco bien, pero que está muy lejos de allí. Al cruzar frente al lugar me resultó aún más parecido.
De pronto vi cuatro siluetas humanas que estaban en el patio. Por la altura y el contorno supuse que se trataba de una familia; un hombre alto, su esposa, y un niño y una niña. Estaban vueltos hacia el camino, hacia mí, y sentí que me siguieron con la mirada hasta que me alejé.
Más adelante, después de pasar al lado de una arboleda, había otro lugar que creí reconocer. Aquello ya era extraño. Se parecía a otra vivienda situada muy lejos de allí. ¿Qué estaba pasando? Distinguí hasta la casa de un perro que solía salir a ladrarme. ¡No podía ser casualidad! Hasta un viejo tractor en desuso estaba ubicado en el mismo lugar. Cuando de pronto vi nuevamente a las cuatro siluetas tuve ganas de correr. Si se hubieran movido hacia mí aunque solo fuera un poco hubiera huido de allí como alma que se lleva el Diablo, pero solo me observaron desde la oscuridad.
No quería ni pensarlo, pero era algo obvio: me encontraba en un camino embrujado.
Después divisé un vehículo volcado. Enseguida desconfié, ¿sería algo real…? Supe que sí lo era cuando sentí olor a nafta. Era la camioneta de los que me abandonaron, se encontraba con las ruedas hacia arriba. Los dos estaban atrapados pero estaban vivos.
- ¿Están bien? -les pregunté, aunque era obvio que no, acababan de volcar.
- Respiro con dificultad -me contestó uno de ellos.
- Fue en esa maldita curva cerrada, cuando la vi ya era tarde -comentó el conductor.
- ¿Dónde está la gente que andaba aquí? ¿Fueron a pedir ayuda? -me preguntó el otro.
- ¿Qué gente?
- No sé, solo les vimos las piernas, eran cuatro. ¡Ay! Mis costillas.
Los había engañado el camino embrujado, porque en aquel tramo no había ninguna curva.
Antes de dejarlos les prometí que les iba a encontrar ayuda. Por suerte la carretera no estaba muy lejos. Cuando estuve seguro que aquello realmente era una carretera me senté a descansar. Algunos vehículos pasaron por mí pero no intenté detenerlos. Lo hice como dos horas después. Cuando fueron a socorrer a los accidentados ya estaban muertos. Eso les pasó por salir a acampar con alguien que apenas conocían.
En la ciudad fantasma
Aquella era una ciudad fantasma. Atravesábamos en camioneta una zona devastada por un huracán hacía ya unos años, pero que debido a la magnitud del hecho todavía seguía desabitada.
Mi amigo Jeff me invitó a recorrer aquel lugar; un conocido de él llamado Stephen era nuestro guía.
Me asombró la gran extensión de la zona afectada, ahora abandonada a la naturaleza. Cuadras y cuadras de casas vacías. Ventanas rotas, puertas abiertas a interiores sombríos y malolientes, fachadas que comenzaban a resquebrajarse, eso era lo que se veía hacia donde se volteara. Y había algo más que creí que solamente era una impresión causada por el aspecto del lugar: aunque no veía a nadie igual me sentía observado.
Ya tenía ganas de irme de allí y estaba por decírselo a Jeff cuando, repentinamente en el tablero de la camioneta empezó a parpadear una luz roja.
- Es el motor -observó Stephen.
- No me diga que se está por descomponer -le dije.
- No, tal vez no, a veces los censores exageran. Seguramente nos da para salir de aquí.
- Eso espero -deseó Jeff-. Porque no creo que una grúa venga hasta aquí.
- No, no vienen, pero va a aguantar -afirmó Stephen, aunque no creo que estuviera convencido.
A esa hora el sol ya estaba muy bajo, y las sombras se extendían por las calles.
Anduvimos unas cuadras más y la camioneta se detuvo. Nos bajamos y fuimos a revisar el motor, que apenas quedó al descubierto nos cubrió con un humo espantoso.
- Está liquidado -sentenció Stephen, evidentemente asombrado. Según él mantenía a su vehículo en perfecto estado, lo que me hizo pensar si aquello solo sería mala suerte.
Para empeorar el asunto, los celulares no tenían señal, algo que me resultó muy extraño. No quedaba otra cosa, debíamos caminar por aquel lugar inquietante.
Aunque apuramos el paso la noche nos atrapó cuando todavía estábamos en el corazón de aquella ciudad fantasma. La oscuridad se apoderó del lugar. Mis compañeros no estaban acostumbrados a la oscuridad, y los veía avanzar inclinados, tratando de distinguir lo que tenían por delante. Años de cacerías nocturnas (mayormente de animales cuya caza estaba prohibida) me habían dado una excelente visión nocturna, aunque hubiera preferido no tenerla, porque empecé a notar cosas que los otros no veían. Algunas figuras humanas cruzaban delante de nosotros; otras estaban frente a las casas y se desplazaban de un lado para el otro, como alguien inquieto a punto de estallar.
No dije nada porque era obvio que no eran personas, y temí que mis compañeros se echaran a correr.
Desde muy niño he escuchado historias y cuentos de terror, y en muchas se afirma que huir es peor, a no ser que puedas alejarte del lugar de influencia del fantasma o aparición, y nosotros nos encontrábamos en medio de aquella ciudad fantasma.
Me erizó la piel un fantasma que salió de pronto de la oscuridad de una casa y se abalanzó hacia nosotros como para atraparnos, pero se detuvo en último momento y retrocedió hacia la oscuridad de donde saliera. ¡La situación era insoportablemente terrorífica!
Repentinamente se encendió una luz a mi lado. Era Jeff con su celular, quería verificar si ya había señal. Entonces Jeff notó algo, y extendió el celular hacia un bulto, y a su lado caminaba la aparición de una mujer de rostro hinchado y pálido, una ahogada. En ese momento le manoteé el celular y lo tomé del cuello de su abrigo.
- ¡No vayas a correr! -le dije-. Están por todos lados.
Stephen también vio a la aparición, y se echó a correr sin que pidiera detenerlo. Le gritamos pero fue inútil, y en el momento que alzamos la voz unas siluetas se acercaron a nosotros. Entonces sentí un impulso casi incontrolable de huir, pero por suerte no lo hice, y Jeff confió en mí. El resto de la caminata nos pareció interminable.
De Stephen no supimos más nada, desapareció en la ciudad fantasma, y cuando le avisamos a la policía no parecían sorprendidos.