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Miedo666
Ve a dormir, y no tengas miedo....

Cuentos de Zombies

¡Zombies!

De pronto Guillermo estaba acostado en una cama, en una habitación desconocida, y al mirar hacia un lado vio que no estaba solo, había más gente acostada allí. Estaban tendidos en camas o en colchones sobre el suelo, y también había mujeres. “¿Qué hago en esta habitación? ¿Quiénes son esos, por qué están todos amontonados?”, se preguntó Guillermo, totalmente confundido. 
Su desconcierto aumentó cuando vio que todos estaban armados. Algunos dormían, otros ya estaban despiertos y se habían enderezado a medias o estaban de lado sobre uno de los codos. 
El aire era pesado al haber tanta gente amontonada allí. Guillermo pensó que aquello no era un sueño, pero tampoco parecía ser su vida.  Y se escuchaba un ruido de fondo fuera de la habitación, “¿Son gemidos lo que oigo?…”. 
De repente se abrió una puerta, apareció un tipo que llevaba una metralleta colgada en el hombro, y este les gritó: 

- ¡Muy bien, señores y señoras, es hora de levantarse! ¡Los zombies están muy inquietos hoy y el edificio está completamente rodeado! ¡Tendremos que darles su ración de plomo! ¡A levantarse! 
- ¿¡Zombies!? -preguntó con un grito Guillermo, al tiempo que se levantaba en un movimiento brusco y rápido-. ¿Qué quiere decir con, zombies? 
- ¿Y a este que le pasa? -preguntó a su vez el tipo dirigiéndose a otros. Algunos hicieron un gesto que decía “Yo que sé, recién me despierto”, pero otros se pusieron serios, y una mujer se irguió y tomó un revólver. 
- Tal vez enloqueció -opinó la mujer-. No quiero a un loco aquí. He visto enloquecer a muchos y no es bueno, no quiero a un loco armado. Di algo más, Guillermo. 

Ahora todos estaban despiertos, y los más próximos fueron deslizando disimuladamente sus manos hacia las culatas, mirándolo a él. Guillermo pensó rápido y tuvo que mentir: 

- Compañeros, no estoy loco, solo me desperté algo confundido. Disculpen si los inquieté. 

Con esas palabras todos parecieron calmarse y la mujer sonrió.  Tras reiterados bostezos y estiramientos fueron abandonando la habitación. Guillermo quedó por último. Sobre la cama que ocupara había una metralleta, la tomó y salió también. 
Había mentido para salir de aquel apuro, no tenía ni la más remota idea de lo que hacía allí ni recordaba a ninguna de aquellas personas. Al pensar lo que dijo el tipo sobre los zombies se estremeció. “Zombies, no puede ser, no, imposible. ¿Serán esos gemidos que se escuchan? Que no sean zombies, zombies no…”, razonaba mentalmente Guillermo. Muchas veces había soñado con muertos vivientes, y todas las películas del género lo impresionaban bastante. “¿Será esto otra pesadilla? ¡Diablos! No es una pesadilla, pero, ¿Qué es? No recuerdo casi nada”. 
Avanzó junto a otros por un corredor y llegaron al pie de una escalera. Los otros comenzaron a subir. Ahora los gemidos y los gritos se escuchaban más claros.  Guillermo quedó petrificado, pero los empujones de los de los que venían atrás lo hicieron reaccionar y subió también.  Ahora estaban en el techo del edificio. Guillermo lloraba por dentro. Los gemidos que venían de abajo aumentaron cuando las personas se asomaron. Se acercó unos pasos más y los vio.  Una horda de zombies decrépitos, ya con jirones de ropas nauseabundas y piel acartonada y gris, un gris asqueroso, rodeaba el edificio por todos lados.  Los que estaban contra la pared arañaban los muros con las uñas y gemían mirando hacia arriba. 

Las personas que estaban con Guillermo abrieron fuego hacia abajo y se desató una balacera infernal. Él, aterrado hasta un punto que no creía posible, se unió a ellos por no saber qué otra cosa hacer. Aquello era mil veces peor que la más angustiante de sus pesadillas con muertos vivientes. 
Al notar que el rugir de la balacera había disminuido, advirtió que algunos bajaban del techo por la escalera, y alguien que pasó a su lado dijo que los zombies habían logrado entrar al edificio. 
Una verdadera batalla se desató abajo, y crecieron los gritos junto con las detonaciones. 
Todos los que estaban en el techo bajaron, dejando solo.  Y la situación seguía empeorando. Los cuerpos de muchos zombies se habían apilado contra el muro, y ahora otros los usaban para acercarse más al techo, y algunas manos decrépitas ya casi alcanzaban a treparse. 
Dentro del edificio ya no sonaban tiros, solo se escuchaban gemidos y alaridos de zombies.
Cuando comenzaron a asomar en la escalera los de afuera alcanzaron el techo.  Guillermo sintió un terror tan horrible que pensó que aquello no podía ser real, pero tampoco era una pesadilla, aquello tenía que ser… el infierno. 
Él había muerto y ahora estaba en el infierno. Al darse cuenta de ello todo se vaporizó entre llamas y resonaron carcajadas llenas de maldad. 
De pronto Guillermo se encontró sentado en un avión militar en pleno vuelo. Estaba rodeado de soldados y él vestido como uno. Nuevamente no tenía ni la más remota idea de por qué estaba allí.     Un sargento se les aproximó desde la parte delantera del avión y les dijo: 

- ¡Soldados, el país está sufriendo una especie de rebelión civil violenta! ¡Parece que parte de los ciudadanos enloquecieron. No sabemos las causas! ¡Tenemos autorizado usar fuerza letal! ¿Alguna pregunta?
- Sargento, ¿Es cierto lo que dicen, que los atacantes son zombies? -preguntó un soldado. 
- ¿¡Zombies!? -exclamó Guillermo. 

El infierno lo hacía saltar de una situación con zombies a otra: ese era su infierno.  

Efectos secundarios

Marisol caminaba hacia el ancianato donde trabajaba de enfermera. El viento que soplaba esa noche jugaba con su cabellera larga y negra, mas Marisol no le prestaba atención, pues iba sumida en sus pensamientos.  Le preocupaba el efecto negativo que pudiera tener el medicamento experimental que estaban suministrando a los residentes.  
Llegó al lugar. Mientras cerraba con llave prestó atención a un sonido; era la televisión del salón, aún estaba encendida.  Al llegar al salón no había nadie, y vio que había mucho desorden. Apagó la televisión, y en ese momento escuchó el zumbido de un motor eléctrico: era la silla de ruedas de la señora Fernández.   La anciana parecía dormida, tenía la cabeza hacia un lado. La silla de ruedas avanzó hasta chocar contra un sofá, rebotó hacia atrás y volvió a pecharlo. 

- ¡Señora Fernández! -exclamó Marisol, y corrió hacia la anciana. 

Al apagar la silla notó que la mano de la anciana estaba muy fría, y el brazo estaba algo rígido. Extrañada, le tomó el pulso, no tenía, estaba muerta. Aún sostenía la mano de la anciana cuando ésta abrió los ojos súbitamente, enderezó la cabeza con un movimiento rápido y abrió la boca al tiempo que emitió un grito espantoso. Seguidamente la anciana muerta intentó agarrarla lanzando manotazos y se estiró con la intención de morderla, y sus dientes postizos castañearon en el aire. Tenía los ojos rojos, inyectados de sangre, y abría la boca desmesuradamente al gritar.
Marisol, horrorizada, se apartó bruscamente. Entonces la muerta se levantó de la silla y avanzó temblorosamente hacia ella, sin dejar de dar manotazos al aire tratando de agarrarla. 
“¡¿Qué es esto, Dios mío?!”, pensó Marisol al ir retrocediendo. Al girar rumbo a la puerta casi choca con un anciano que se había acercado por detrás sin que ella lo notara. Éste también tenía los ojos rojos, y había otros. Todos los residentes del lugar, convertidos en zombies, avanzaban ahora hacia el salón, hacia Marisol, que al verlos dejó escapar un grito de terror. 

Todos estaban manchados de sangre: algunos iban masticando, otros sostenían partes humanas y succionaban la carne e intentaban sacar trozos sacudiendo la cabeza.    Unos jirones de tela que todavía tenían partes blancas, indicaban que aquellos restos eran del doctor del lugar y de la otra enfermera. 
Marisol, completamente aterrada, retrocedió ante aquel grupo de zombies; mas entre tanto terror pudo razonar igual: se acordó de la otra salida y corrió hacia ella. Los zombies empezaron a seguirla, avanzando entre gritos y gemidos. 
Ya frente a la puerta buscó las llaves dentro del bolso. En su apuro se le cayeron al suelo. Los zombies ya estaban cerca.  El terror le entorpecía las manos, no podía meter la llave. Cuando finalmente la abrió, uno de los zombies ya estaba a su lado, y con un movimiento rápido le mordió el brazo. 
Marisol se deshizo del zombie de un empujón y consiguió salir, aunque en su apuro dejó la puerta abierta. 
Ya completamente dominada por el terror, lo único que atinó a hacer fue correr hacia su casa, que estaba a unas cuadras de allí. 
En su hogar estaban sus tres hijos y su esposo; estaban mirando la televisión. Al escuchar que golpearon el esposo de Marisol se levantó y fue a espiar por la mirilla de la puerta; ella miraba hacia abajo y su cabellera negra cubría gran parte de su cara. 

- ¡Marisol! ¿Qué te pasó? ¿Tuviste un accidente? -le preguntó el esposo al abrir y ver el brazo ensangrentado. 

Ella levantó la cabeza rápidamente; su piel morena ahora estaba pálida, tenía los ojos rojos, y al abrir la boca lanzó un grito espantoso y se abalanzó hacia su familia…  

Después de la batalla

Un humo tenue como niebla cubría el campo de batalla.  Sobre lo que hasta la mañana fuera 
una simple pradera, se desparramaban cuerpos de soldados y caballos. A la distancia sonaban disparos de mosquetes; un bando huía y el otro le daba caza. 
Tendido sobre el pasto, boca arriba, estaba Oliver, herido en una pierna pero aún vivo. 
Tras recibir un balazo cayó del caballo, quedando inconciente por el golpe recibido. Después de una hora de inconciencia las sensaciones fueron volviendo a él lentamente. El olor a pólvora que inundaba el aire le recordó dónde estaba. También escuchó pasos, y desde arriba llegaba el graznido de los cuervos.
Abrió los ojos y ladeó la cabeza.  Soldados de ambos bandos se arrastraban por los pastos o
caminaban lentamente, con los brazos colgando y la boca medio abierta.

Oliver observó a uno de los soldados y se estremeció súbitamente. Un sable lo atravesaba 
de lado a lado, y la punta salía a la altura del corazón.  Enseguida observó a los otros: Uno tenía
un gran hueco en el abdomen, otro un tajo que le abría el uniforme y la carne desde el hombro
hasta la cintura, mientras uno que no tenía piernas ni abdomen caminaba apoyado sobre las manos. 
Aquellos hombres no podían estar vivos, estaban muertos, aun así andaban: eran zombies. 
Uno de los zombies lo miró, y abriendo más la boca lanzó un largo gemido. Los que le daban 
la espalda voltearon y comenzaron a buscar con la mirada.  En un instante varios zombies
iban hacia Oliver, abriendo más la boca y extendiendo sus brazos o muñones como señalándolo. 
Intentó levantarse pero no pudo.  Ya estaba rodeado completamente y algunos ya se inclinaban
sobre él, cuando de repente volvieron a tronar los cañones, y enormes bolas de hierro silbaron
por el aire, y los zombies volaron hecho pedazos. 
Oliver no salió ileso, pero no le importó; aquella muerte era mejor que ser devorado por zombies. 
Cerca de allí, un hombre observaba la devastación con un pequeño telescopio; a su lado  otro
esperaba sus órdenes:

- Parece que eliminamos a la mayoría de los zombies -dijo el que sostenía el telescopio-. Hay que
ir y asegurarse.  Recuerde: hay que destruir el cerebro. 
- Sí señor -dijo el que esperaba sus órdenes, haciendo una seña después para que los demás 
hombres avanzaran.  

Aquel grupo trabajaba en secreto. Lo habían formado luego de que un puñado de soldados, muertos en un cementerio prohibido, se reanimaran como zombies por causa de una maldición que protegía dicho cementerio. 
Hasta ahora cumplían con su trabajo sin mayores inconvenientes, pero pronto iban a enfrentar a su mayor desafío, pues todo un ejército de zombies se había levantado en otro campo de batalla.

Terror en el desierto

Su unidad sobrevolaba en helicóptero el desierto de Afganistán, cuando la cola de la máquina
fue alcanzada por un misil.  El helicóptero comenzó a girar vertiginosamente mientras se precipitaba. 
En uno de los giros Eliot fue despedido, amortiguo su caída una duna de arena, mas enseguida empezó a rodar colina abajo. Rodó envuelto en arena largo trecho. Cuando se detuvo estaba inconciente, y así estuvo hasta el atardecer. 
Al recuperar la conciencia se levantó, aunque algo mareado aún, y giró en todas direcciones,  no encontrando ni rastro de su unidad ni del helicóptero; estaba solo y perdido en el desierto.  
Ahora el enemigo era el menor de sus problemas. Cargaba en el uniforme algo de agua y alimentos, pero sabía que en el desierto le iban a durar poco, sobre todo el agua. 
Subió a lo alto de una duna. El sol se iba poniendo tras unas montañas escarpadas, y cerca de ese horizonte de picos elevados el cielo estaba rojizo debido al polvo que el desierto desparrama. En el
otro extremo iba ascendiendo la luna llena, y las dunas también se habían vuelto rojas. 
Eliot consultó su brújula y partió rumbo a la dirección elegida. 

Las dunas eran como olas gigantescas de un mar lento y denso, subordinado a la voluntad del viento,
que con el paso de los siglos tallaba las rocas y extendía el desierto. Ese viento, dueño de aquel lugar,
comenzó a soplar con fuerza de huracán, y densas nubes de polvo eclipsaron  la luna, oscureciendo
el paisaje.  Eliot se acurrucó tras una colina, y con la cabeza cubierta por un pañuelo esperó a que 
pasara la tormenta de arena, la cual aullaba furiosa, cambiando el paisaje a su paso. 
Cuando volvió la calma Eliot siguió avanzando. La luna estaba ahora muy alta en el cielo. 
De repente divisó un pequeño valle, y en él las formas de unas construcciones humanas; casas de piedra.  
Si un arma, sintió un hondo terror a ser capturado, bien sabía lo que le esperaba si le sucedía eso.
Se echó a tierra, y como estaba en una zona elevada, observó lo que parecía ser un pequeño pueblo.
No vio movimiento alguno, ni escuchó más sonido que el silbido distante del viento.  Concluyó al
fin que se trataba de ruinas y no de un pueblo abitado.  Igual se acercó con precaución. Aquel lugar
podía servirle como refugio en el cual descansar durante el día; caminar bajo el sol lo mataría rápido.
Ya en el lugar empezó a explorar. Aquellas ruinas eran sumamente antiguas, en gran parte estaban
derrumbadas y no eran más que un montón de rocas.  Otras viviendas en cambio conservaban su paredes, y sus puertas en arco daban hacia la oscuridad del interior. 

Todo estaba semienterrado, y Eliot creyó muy probable que la tormenta hubiera desenterrado las ruinas esa misma noche, y que tal vez recorría un pueblo olvidado por los siglos, un pueblo que
sucumbió bajo el desierto, y del cual ya nadie se acordaba.
Pensaba en quiénes pudieron habitar aquel lugar, cuando vio que algo se levantó de la arena; con terror reconoció en aquel bulto a un cuerpo humano, casi un esqueleto.  Pronto se levantaron otros,
irguiéndose hasta quedar sentados, girando la cabeza luego como buscando algo. 
Eliot intentó escapar, pero hacia donde volteara había momias levantándose, surgiendo de la arena, arrastrándose 
para librarse de ésta, y con movimientos tambaleantes se iban poniendo de pie con dificultad. Estaba rodeado y pronto comenzaron a avanzar hacia él extendiendo los brazos en su dirección. 
Nada pudo hacer contra aquella multitud de muertos vivientes, y tras unos alaridos de terror, Eliot fue
Devorado por la horda creciente.
Antes del amanecer volvió a soplar el viento con furiosa intensidad, sepultando nuevamente a la ciudad de los muertos andantes.
 

Los muertos

En una sala pequeña, el viejo Gómez dormitaba sentado en una silla, con la cabeza recostada a la pared y la boca abierta. 
La noche estaba más movida de lo normal: había escuchado algunos griteríos, y el ruido del tráfico, un tráfico desordenado, era más fuerte que el normal.
Los ruidos terminaron despertándolo.  Gómez bostezó y se pasó las manos la cara, miró hacia la ventana y escuchó; el alboroto iba en aumento.
- ¿Qué le pasa a esta maldita cuidad? -refunfuñó Gómez al servirse café. 
Con la taza en la mano se acercó a la ventana, abrió la persiana para ver.
Un grupo de personas corría por la calle, y tras ellos iba otro grupo. Cuando el segundo
grupo pasó frente a la ventana, Gómez notó que todos estaban terriblemente heridos;
fatalmente heridos, demasiado como para aún correr. algunos autos intentaban abrirse paso entre la
multitud de perseguidos y perseguidores, dando bocinazos y frenadas.
- ¿¡Pero qué diablos…!? - el viejo se asombró. Aquella gente tenía que estar muerta, con aquellas heridas... Y lo estaban: eran zombies. 
Alguien que corría por la calle gritaba como un loco:
- ¡Los muertos han revivido! ¡Los muertos…! 
Aquellas palabras y lo que vio, llenaron de terror al viejo Gómez, pues era el vigilante de
la morgue. Detrás de una puerta ya se escuchaban ruidos.    

El comienzo de los zombies

Alfredo y sus compañeros seguían a un doctor por un pasillo de hospital.  El doctor 
se detuvo frente a una puerta y giró hacia ellos. Mirando sobre sus lentes, el hombre 
observó la cara de todos, después les dijo:

- Jóvenes, esta va a ser la primera vez que presencian una autopsia, ¿alguien ha
visto alguna? ¿No? Bien.  Por ser la primera vez sí se sienten mal pueden salir.
Ya se acostumbrarán con la práctica, o cambiarán de profesión ¡Jajaja! - A nadie le hizo
gracia la broma, todos soñaban con ser doctores.

Entraron a una habitación amplia y fría, con dos hileras de mesas en los costados y una
en el medio, mas todas ellas estaban vacías.  
El doctor exclamó enseguida:

- ¿¡Qué sucedió aquí!? ¿Y los cuerpos? 

Los alumnos se miraban entre si, Alfredo notó que el doctor se puso nervioso, se llevó 
la mano al mentón y recorrió el lugar con la mirada, como calculando algo o luchando 
contra alguna idea. 
Unos gritos de terror llegaron desde otra sección del hospital, y todos voltearon hacia
la puerta, alarmados. El médico abrió los ojos muy grandes, bajó la mirada y volvió a 
su actitud reflexiva y preocupada.

- ¿Qué está pasando? ¿Qué son esos gritos? - comenzaron a preguntar los estudiantes. 
El doctor respiró hondo, y les dijo como si se confesara:
- Toda mi vida trabajé por la medicina, y todo lo que hice fue para ayudar a la humanidad, 
Dios es mi testigo.  Ahora no tengo tiempo para explicarles, pero creo, estoy seguro, que
estamos en un gran peligro; los cuerpos que estaban aquí han cobrado vida, se han reanimado.

Los estudiantes no entendían nada ¿Qué era aquello, una broma pesada? Alfredo comprendió 
que el asunto era serio, entonces preguntó:

- ¡Doctor! ¿Qué hacemos? -  El rostro del doctor ya tenía una expresión de terror.
- Tomen algo afilado de ahí - les dijo -. Algo que les sirva como arma. Traten de salir del
hospital.  Los cuerpos reanimados intentarán atacarlos, defiéndanse, su punto vulnerable 
es el cerebro.  Yo me voy a quedar en el hospital, tratando de resolver lo que hice.

Alfredo fue hasta una mesa metálica en donde estaban los instrumentos para las autopsias, 
y eligió un par de bisturís grandes como un cuchillo.  Algunos se arrimaron a la mesa y
tomaron algo, otros se quedaron en su lugar, tratando de entender qué pasaba. 
El grupo se dividió, algunos quedaron en la sala de autopsia, Alfredo y otros tomaron el
corredor.  El griterío era cada vez mayor, algunas personas corrían presas del terror. 
Al llegar a una sala de espera vieron lo grave que era el asunto.  Algunos reanimados
atacaban a la gente a mordiscos. Era un caos: algunos se defendían, otros sólo gritaban,
y un gran número de gente se amontonaba en la puerta, empujándose unos a otros, tratando
de salir.
  
El grupo de estudiantes se disolvió en el caos.  Un reanimado intentó atacar a Alfredo, pero
diez años en boxeo hicieron que lo evadiera con facilidad; dio un paso al costado y giró, tenía 
un bisturí en cada mano, y uno de ellos se hundió en la cabeza del reanimado.
Dominado por el instinto de sobrevivir, se abrió paso entre aquel infierno, y pudo salir del
hospital. 
De eso ya hace un año, y ahora el mundo está lleno de zombies. Se extendieron desde el
hospital y no pudieron contenerlos.  
Alfredo recordó ese día, cuando al observar por la mira de su rifle, vio al doctor convertido
en un zombie.  “Yo también hago esto por el bien de la humanidad” pensó Alfredo, y le
disparó en la cabeza. 

 
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